Ante
todo es necesario que entendamos lo que es la palabra sánscrita
Karma. No está de más aseverar que tal palabra
en sí misma significa Ley de Acción y Consecuencia.
Obviamente, no existe causa sin efecto, ni efecto sin causa.
Cualquier acto de nuestra vida, bueno o malo tiene sus consecuencias.
Es
indubitable que el Ego comete innumerables errores cuyo resultado
es el dolor. Pensemos por un momento en las muchedumbres humanoides
que pueblan la faz de la Tierra. Sufren lo indecible víctimas
de sus propios errores; sin el Ego no tendríamos esos
errores, ni tampoco sufriríamos las consecuencias de
los mismos.
La
Ley de Karma y Dharma está dirigida por el Jerarca
Anubis y sus cuarenta y dos Jueces de la Ley.
Lo
único que se requiere para tener derecho a la verdadera
felicidad es ante todo no tener Ego. Ciertamente, cuando no
existen dentro de nosotros los agregados psíquicos,
los elementos inhumanos que nos vuelven tan horribles y malvados,
no hay Karma por pagar y el resultado es la felicidad.
Cuando
uno vive de acuerdo con el recto pensar, el recto sentir y
el recto obrar, las consecuencias suelen ser dichosas. Desafortunadamente,
el pensamiento justo, el sentimiento justo, la acción
justa, etc., se hace imposible cuando una segunda naturaleza
inhumana, actúa en nosotros y dentro de nosotros y
a través de nosotros, aquí y ahora. Si no fuese
por el mí mismo, nadie sería iracundo, nadie
codiciaría los bienes ajenos, ninguno sería
lujurioso, envidioso, orgulloso, perezoso, glotón,
etc.
La
Justicia y la Misericordia son las dos columnas torales de
la Fraternidad Universal Blanca. La Justicia sin Misericordia
es tiranía; la Misericordia sin Justicia es tolerancia,
complacencia con el delito. En este mundo de desdichas en
que nos encontramos, se hace necesario aprender a manejar
nuestros propios negocios para enrumbar el barco de la existencia,
a través de las diversas escalas de la vida.
El
Karma es negociable y esto es algo que puede sorprender muchísimo
a los secuaces de diversas escuelas ortodoxas. Ciertamente
algunos pseudo-esoteristas y pseudo ocultistas se han tornado
demasiado pesimistas en relación con la Ley de Acción
y Consecuencia; suponen equivocadamente que ésta se
desenvuelve en forma mecanicista, automática y cruel.
Si la Ley de Acción y Consecuencia (Karma y Dharma),
si el Némesis de la existencia no fuera negociable,
entonces ¿dónde quedaría la Misericordia
Divina?
Cuando una ley inferior es transcendida por una ley superior,
la ley superior lava a la ley inferior.
Haz
buenas obras para que pagues tus deudas (Karma). Al León
de la Ley se le combate con la Balanza. Quien tiene con qué
pagar, paga y sale bien en sus negocios; quien no tiene con
qué pagar, pagará con dolor.
Si
en un platillo de la Balanza Cósmica, ponemos las buenas
obras y en el otro las malas, es evidente que el Karma dependerá
del peso de la balanza.
Si
pesa más el platillo de las malas acciones, el resultado
será las amarguras; sin embargo, es posible aumentar
el peso de las buenas obras en el platillo del fiel de la
balanza y en esta forma cancelaremos Karma sin necesidad de
sufrir. Todo lo que necesitamos es hacer buenas obras para
aumentar el peso en el platillo de las buenas acciones. Nunca
debemos protestar contra el Karma, lo importante es saberlo
negociar. Desgraciadamente a las gentes lo único que
se les ocurre, cuando se hallan en una gran amargura, es lavarse
las manos como Pilatos, decir que no han hecho nada malo,
que no son culpables, que son almas justas, etc.
A
los que están en miseria que revisen su conducta, que
se juzguen a sí mismos, que se sienten, aunque sea
por un momento, en el banquillo de los acusados, que después
de un somero análisis de sí mismos, modifiquen
su conducta. Si esos que se hallan sin trabajo se tornasen
castos, infinitamente caritativos, apacibles, serviciales
en un cien por ciento, es obvio que alterarían radicalmente
la causa de su desgracia, modificando en consecuencia, el
efecto. No es posible alterar un efecto si antes no se ha
modificado la causa que lo produjo, pues como ya dijimos,
no existe efecto sin causa ni causa sin efecto. No hay duda
de que la miseria tiene sus causas en las borracheras, asqueante
lujuria, en la violencia, en los adulterios, en el despilfarro
y en la avaricia, etc. No es posible que alguien se encuentre
en miseria cuando el Padre que está en secreto se encuentra
aquí y ahora.
El
Karma es una medicina que se nos aplica para nuestro propio
bien. Desgraciadamente las gentes, en lugar de inclinarse
reverentes ante el eterno Dios viviente, protestan, blasfeman,
se justifican a sí mismos, se disculpan neciamente
y se lavan las manos como Pilatos. Con tales protestas no
se modifica el Karma, al contrario, se torna más duro
y severo.
Reclamamos
fidelidad del cónyuge cuando nosotros mismos hemos
sido adúlteros en ésta o en vidas precedentes.
Pedimos amor cuando hemos sido despiadados y crueles. Solicitamos
comprensión cuando nunca hemos sabido comprender a
nadie, cuando jamás hemos aprendido a ver el punto
de vista ajeno.
Anhelamos
dichas inmensas, cuando hemos sido siempre el origen de muchas
desdichas.
Hubiéramos
querido nacer en un hogar muy hermoso y con muchas comodidades,
cuando no supimos en pasadas existencias brindarle a nuestros
hijos hogar y belleza. Protestamos contra los insultadores
cuando siempre hemos insultado a todos los que nos rodean.
Queremos
que nuestros hijos nos obedezcan, cuando jamás supimos
obedecer a nuestros padres.
Nos
molesta terriblemente la calumnia, cuando nosotros siempre
fuimos calumniadores y llenamos al mundo de dolor.
Nos
fastidia la chismografía, no queremos que nadie murmure
de nosotros, y sin embargo, siempre anduvimos en chismes y
murmuraciones hablando mal del prójimo, mortificándole
la vida a los demás. Es decir, siempre reclamamos lo
que no hemos dado; en todas nuestras vidas anteriores fuimos
malvados y merecemos lo peor, pero nosotros suponemos que
se nos debe dar lo mejor.
Los
enfermos, en vez de preocuparse tanto por sí mismos,
deberían trabajar por los demás, hacer obras
de caridad, tratar de sanar a otros, consolar a los afligidos,
llevar al médico a quienes no tienen con qué
pagarlo, regalar medicinas, etc., y así cancelarían
su Karma y sanarían totalmente.
Quienes
sufren en sus hogares deberían multiplicar su humildad,
su paciencia y serenidad. No contestar con malas palabras;
no tiranizar al prójimo, no fastidiar a los que nos
rodean, saber dispensar los defectos ajenos con una paciencia
multiplicada hasta el infinito, así cancelarían
su Karma y se volverían mejor.
Desgraciadamente,
ese Ego que cada cual tiene dentro, hace exactamente lo contrario
de lo que aquí estamos diciendo, por tal motivo considero
urgente, inaplazable, impostergable, reducir al mí
mismo a polvareda cósmica.
Cuando
tal o cual Karma se encuentra ya totalmente desarrollado y
desenvuelto, tiene que llegar hasta el final inevitablemente.
Esto significa que sólo es posible modificar radicalmente
el Karma cuando el arrepentimiento es total y cuando toda
posibilidad de repetir el error que lo produjo, ha desaparecido
radicalmente.
Karmaduro
llegando a su final es siempre catastrófico. No todo
el Karma es negociable.
Es
bueno saber también que cuando hemos eliminado radicalmente
al "yo psicológico", la posibilidad de delinquir
queda aniquilada y en consecuencia, el Karma puede ser perdonado.
LA
LEY DE RECURRENCIA (del libro "El Misterio del Aureo
Florecer")
Con
una serie de insólitos relatos quiero explicar ahora
lo que es la Ley de Recurrencia.
Ciertamente la citada Ley nunca fue para mí algo nuevo,
extraño o extravagante: en nombre de Eso que es lo
Divinal, debo afirmar en forma especial que esa pragmática
regla, sólo la conocí a través de mis
inusitadas vivencias.
Dar
fe de todo aquello que realmente hemos experimentado directamente,
es un deber para con nuestros semejantes.
Jamás
he querido escabullirme, zafarme intelectualmente, de entre
esa múltiple variedad de recuerdos, relacionados con
mis tres existencias anteriores y lo que corresponde a mi
vida actual.
Para
bien de la Gran Causa por la cual estamos luchando intensamente,
prefiero pechar, asumir responsabilidades, pagar, confesar
francamente mis errores ante el veredicto solemne de la conciencia
pública.
Fehacientemente
y sin ambages es oportuno declarar ahora que yo fui en España
el Marqués Juan Conrado, tercer gran señor de
la provincia de Granada.
Es
evidente que esa fue la época dorada del famoso imperio
de España: el cruel conquistador Hernán Cortés,
alevoso cual ninguno, había atravesado con su espada
el corazón de México mientras el despiadado
Pizarro, en el Perú, hacía huir a las cien mil
vírgenes.
Como
quiera que muchos nobles y plebeyos, aventureros y perversos
en busca de fortuna, se embarcaban constantemente para la
Nueva España, yo en modo alguno podía ser una
excepción.
En
una simple carabela, frágil y ligera, navegué
durante varios meses por entre el borrascoso océano
con el propósito de llegar a estas tierras de América.
No
está de más aseverar que jamás tuve la
intención de saquear los sagrados templos de los augustos
misterios, ni de conquistar pueblos o destruir ciudadelas.
Anduve
ciertamente por estas tierras de América en busca de
fortuna; desafortunadamente cometí algunos errores.
Estudiarlos
es necesario para conocer las paralelas y edificar conscientemente
la sabia Ley de Recurrencia.
Esos
eran mis tiempos de Bodhisattva caído y por cierto
que no era una mansa oveja.
Han
pasado los siglos y como quiera que tengo la Conciencia despierta,
jamás he podido olvidar tanto desatino.
La
primera paralela que debemos estudiar se corresponde exactamente
con mi actual cuerpo físico.
En
habiendo llegado en frágil embarcación de la
Madre Patria, me establecí muy cerca de los acantilados
en estas costas del Atlántico.
Por
aquellos tiempos de la conquista española, existía
desgraciadamente este otro negocio internacional relacionado
con la infame venta de negros africanos.
Entonces
para bien o mal conocí a una noble familia de color,
originaria de Argelia.
Todavía
recuerdo a una doncellita tan negra y tan hermosa como en
un sueño milagroso de las Mil y Una Noches.
Si
compartí con ella el lecho de placeres en el jardín
de las delicias, fue realmente motivo por el incentivo de
la curiosidad; quería conocer el resultado de este
cruce racial.
Que
de ello naciera un vástago mulato, nada tiene de raro;
más tarde vino el nieto, el bisnieto y el tataranieto.
En
aquellos tiempos de Bodhisattva caído, me olvidé
de las famosas Marcas Astrales que se originan en el coito
y que todo desencarnado lleva en su Karmasaya.
Resulta
palpario y manifiesto que tales marcas le relacionan a uno
con aquellas gentes y sangre asociadas con el coito químico;
es oportuno decir ahora que los yoguis del Indostán
han hecho ya sobre esto detenidos estudios.
No
está de más aseverar que mi actual cuerpo físico
deviene de la citada cópula metafísica; con
otras palabras diré que así vine a quedar vestido
con carne que llevo en mi presente existencia. Mis antepasados
paternos fueron exactamente los descendientes de aquel acto
sexual del marqués.
Asombra
que nuestros descendientes a través del tiempo y la
distancia se conviertan en ascendientes. Es maravilloso que
después de algunos siglos vengamos a revestirnos con
nuestra propia carne, a convertirnos en hijos de nuestros
propios hijos.
Viajes
incesantes por estas tierras de la Nueva España caracterizaron
la vida del marqués y estos se repitieron en mis subsiguientes
existencias incluyendo la actual.
Litelantes
como siempre estuvo a mi lado soportando pacientemente todas
esas sandeces de mis tiempos de Bodhisattva caído.
En llegando el otoño de la vida en cada reencarnación,
confieso sin ambages que siempre hube de marcharme con la
"enterradora", quiero referirme a una antigua iniciada
por la cual siempre abandonaba a mi esposa y que en una y
otra existencia cumplió con su deber de darme cristiana
sepultura.
En
el atardecer de mi vida presente, volvió a mí
esa antigua iniciada; la reconocí de inmediato, pero
como quiera que ya no estoy caído la repudié
con dulzura; ella se alejó afligida.
Revestido
con esa personalidad altiva y hasta insolente del marqués,
inicié el retorno a la madre patria después
de cierta asqueante bronca motivada por un cargamento de diamantes
en bruto extraídos de una mina muy rica.
Para
bien de muchos lectores no está de más hacer
cierto énfasis al aseverar crudamente que después
de un corto intervalo en la región de los muertos,
hube de entrar nuevamente en escena reencarnificándome
en Inglaterra.
Ingresé
al seno de la ilustre familia Bleler y se me bautizó
con el piadoso nombre de Simeón.
Con
el florecer juvenil me trasladé a España movido
por el anhelo íntimo de retornar a América.
Así trabaja la Ley de Recurrencia.
Obviamente,
se repitieron en el espacio y en el tiempo las mismas escenas,
idénticos dramas, similares despedidas, etc., incluyendo
como es natural el viaje a través del borrascoso océano.
Intrépido
salté a tierra en las costas tropicales de Suramérica,
habitadas entonces por diferentes tribus.
Explorando
tales y cuales regiones selváticas habitadas por bestias
feroces, llegué al valle profundo de Nueva Granada
a los pies de las montañas de Monserrate y Guadalupe:
hermoso país gobernado por el Virrey Solís.
Es
incuestionable que por estos tiempos, de hecho comenzaba a
pagar el Karma que debía desde los años del
marqués.
Entre
estos criollos de la Nueva España, resultaban inútiles
mis esfuerzos por conseguir algún trabajo bien remunerado;
desesperado por la mala situación económica
ingresé como un simple soldado raso en el ejército
del soberano; por lo menos allí encontré pan,
abrigo y refugio.
Sucedió
que un día festivo muy de mañana, las tropas
de su majestad se preparaban para rendir honores muy especiales
a su jefe y por ellos se distribuían aquí, allá
y acullá realizando maniobras con el propósito
de organizar filas.
Todavía
recuerdo a cierto sargento mal encarado y pendenciero que
revisando a su batallón, daba gritos, maldecía,
pegaba, etc.
De
pronto, llegándose ante mí me insultó
gravemente porque mis pies no se hallaban en correcta posición
militar y después observando detalles minuciosos de
mi chaqueta, alevoso me abofeteó.
Lo
que sucedió luego no es muy difícil adivinarlo:
nada bueno se puede esperar jamás de un Bodhisattva
caído. Sin reflexión alguna, torpemente, clavé
mi acerada bayoneta sanguinaria en su aguerrido pecho.
El
hombre cayó en tierra herido de muerte, gritos de pavor
por doquiera se escuchaban, mas yo fui astuto y aprovechando
precisamente la confusión, el desorden y el espanto,
escapé de aquel lugar perseguido muy de cerca por la
soldadesca bien armada.
Anduve
por muchos caminos rumbo a las escarpadas costas del océano
Atlántico, se me buscaba por doquier y por ello evitaba
siempre el paso por las alcabalas dando muchos rodeos a través
de las selvas.
En
los caminos carreteables (que bien pocos eran en aquellos
tiempos), pasaban a mi lado algunos carruajes arrastrados
por parejas de briosos corceles: en tales vehículos
viajaban gentes que no tenían mi Karma, personas adineradas.
Un
día cualquiera a la vera del camino, cerca a una aldea,
hallé una tienda humilde y en ella penetré con
el ánimo de beberme una copa, quería animarme
un poco.
¡Atónito!
¡Confundido! ¡Asombrado! quedé al descubrir
que la dueña de ese negocio era Litelantes. ¡Oh!,
yo la había amado tanto y ahora la encontraba casada
y madre de varios hijos. ¿Qué reclamo podía
hacer? Pagué la cuenta y salí de allí
con el corazón desgarrado...
Continuaba
la marcha por el sendero, cuando con cierto temor pude verificar
que alguien venía tras de mí: el hijo de la
señora, una especie de alcalde rural. Tomó la
palabra aquel joven para decirme: "De acuerdo con el
artículo 16 del Código del Virrey está
usted detenido". Inútilmente traté de sobornarle:
aquel caballero bien armado me condujo ante los tribunales
y es obvio que después de ser sentenciado hube de pagar
muy larga prisión por la muerte del sargento.
Cuando
salí en libertad caminé por las riveras salvajes
y terribles del caudaloso río Magdalena, ejerciendo
muy duros trabajos materiales doquiera tuviese la oportunidad.
Como
nota interesante del presente capítulo, debo decir
que la Esencia de ese alcalde por el cual hube de pasar tantas
amarguras encerrado en una inmunda mazmorra, retornó
con cuerpo femenino; es ahora una hija mía; por cierto
que ya hasta madre de familia es, me ha dado algunos nietos.
Antes
de su reingreso interrogué en los mundos suprasensibles
a esa Alma; le pregunté sobre el motivo que le inducía
a buscarme por padre, me respondió diciendo que tenía
remordimiento por el mal que me había causado y que
quería portarse bien conmigo para enmendar sus errores.
Confieso que está cumpliendo su palabra.
En
aquella época me establecí en las costas del
océano Atlántico después de infinitas
amarguras kármicas, repitiendo así todos los
pasos del insolente marqués Juan Conrado... Lo mejor
que hice fue haber estudiado el esoterismo, la medicina natural,
la botánica...
Los
nobles aborígenes de aquellas tierras tropicales, me
brindaron su amor agradecidos por mi labor de galeno: les
curaba siempre en forma desinteresada...
Algo
insólito sucede cierto día: se trata de la espectacular
aparición de un gran señor venido de España.
Ese caballero me narró sus infortunios. Traía
en su nave toda su fortuna y los piratas le seguían.
Quería un lugar seguro para sus ricos caudales.
Fraternalmente
le brindé consuelo y hasta le propuse abrir una cueva
y guardar en ella sus riquezas: el señor aceptó
mis consejos no sin antes exigirme solemne juramento de honradez
y lealtad.
Con
la fragancia de la sinceridad y el perfume de la cortesía
entrambos nos entendimos. Después di órdenes
a mi gente, un grupo muy selecto de aborígenes. Estos
últimos entreabrieron la corteza de la tierra.
Hecho
el hueco metimos allí con gran diligencia un baúl
grande y una caja más chica, conteniendo morrocotas
de oro macizo y ricas joyas de incalculable valor.
Mediante
ciertos exorcismos mágicos logré el encantamiento
de la "joyosa guardada", como dijera don Mario Roso
de Luna, con el propósito de hacerla invisible ante
los desagradables ojos de la codicia.
El
caballero me remuneró muy bien haciéndome generosa
entrega de una bolsa con monedas de oro y luego se alejó
de esos lugares haciéndose a sí mismo el propósito
de volver a su madre patria para traer de allí a su
familia, pues deseaba establecerse señorialmente en
estas bellas tierras de la Nueva España.
El
reloj de arena del destino jamás está quieto:
pasaron los días, los meses y los años y aquel
buen hombre jamás regresó; tal vez murió
en su tierra o cayó víctima de la piratería
que entonces infestaba los siete mares, no lo sé.
Existen
casos sensacionales en la vida; cierto día en mi presente
reencarnación, estando lejos de esta mi tierra mexicana,
platicaba sobre dicho asunto con cierto grupo de hermanos
gnósticos entre los cuales descollaba por su sabiduría
el Maestro Gargha Kuichines. Fue entonces cuando recibí
una tremenda sorpresa: vi con místico asombro como
el soberano comendador G.K., se levantaba para confirmar en
forma enfática mis palabras.
El
citado Maestro nos informó que él personalmente
había visto escrito tal relato en dorados versos. Nos
habló de un viejo libro polvoriento y lamentó
haberlo prestado. ¡Válgame Dios y Santa María!,
pero si yo jamás sabía de tal tratado.
Viejas
tradiciones antiquísimas nos dicen que muchas gentes
de esas costas del Caribe estuvieron buscando el tesoro de
Bleler.
Curioso
es que aquellos nobles aborígenes que antes enterraran
tan rica fortuna, estén nuevamente reincorporados formando
el grupo del S.S.S. Así trabaja la Ley de Recurrencia.
Recuerdo
claramente que después de aquella mi borrascosa existencia
con la sobredicha personalidad inglesa, fui constantemente
invocado por esas personas que se dedican al espiritismo o
espiritualismo. Querían que les dijese cuál
era el lugar donde se encontraba guardado el delicioso dorado,
codiciaban el tesoro de Bleler, empero, es evidente, que fiel
a mi juramento en la región de los muertos, jamás
quise entregarles el secreto.
Repitiendo
los pasos del insolente marqués Juan Conrado, en mi
subsiguiente existencia vine a reencarnificarme en México,
se me bautizó con el nombre de Daniel Coronado, nací
en el norte, por los alrededores de Hermosillo, lugares todos
estos conocidos en otros tiempos por el marqués. Mis
padres quisieron todo el bien para mí y de joven me
inscribieron en la academia militar, más todo fue en
vano.
Cualquier
día de esos tantos, aproveché malamente un fin
de semana en banqueteos y borracheras con amigos calaveras.
Confieso todavía con cierta vergüenza, que hube
de regresar a casa con el uniforme de cadete sucio, desgarrado
y envilecido... Es obvio que mis padres se sintieron defraudados.
Es
ostensible que no volví jamás a la academia
militar: indudablemente desde ese momento comenzó mi
camino de amarguras... Afortunadamente reencontré entonces
a Litelantes, ella se hallaba reencarnificada con el nombre
de Ligia Paca (o Francisca). A buena hora me recibió
por esposo...
Biografiar
cualquier vida resulta de hecho un trabajo muy difícil
y de enjundioso contenido y por ello sólo hago resaltar
con fines esotéricos determinados detalles.
Incuestionablemente
yo no gozaba de holgada situación, difícilmente
me ganaba el pan nuestro de cada día; muchas veces
comía con el mísero salario de Ligia; ella era
una pobre maestra de escuela rural y para colmos hasta le
atormentaba con mis execrables celos. No quería ver
con buenos ojos a todos esos sus colegas del magisterio que
le brindaban amistad...
Sin
embargo, algo útil hice por aquellos tiempos: formé
un bello grupo esotérico gnóstico en pleno Distrito
Federal. Los estudiantes de tal congregación en mi
actual existencia de acuerdo con la Ley de Recurrencia retornaron
a mí...
Durante
el cruento régimen porfirista tuve un cargo por cierto
no muy agradable en la policía rural. Cometí
el error imperdonable de enjuiciar al famoso "golondrino",
peligroso bandolero que asolaba a la comarca; es claro que
tal maleante murió fusilado...
En
mi actual existencia le reencontré reincorporado en
humano cuerpo femenino; sufría delirio de persecución,
temía que le encarcelasen por hurto: luchaba por desatarse
de ciertos lazos imaginarios; creía que ya le iban
a fusilar... es claro que cancelé mi deuda curando
a dicha enferma; los psiquiatras habían fallado lamentablemente:
ellos no fueron capaces de sanarla...
Al
estallar la rebelión contra don Porfirio Díaz,
abandoné el nefasto puesto en la Rural. Entonces con
humildes proletarios de pico y pala, pobres peones sonsacados
de las haciendas de los amos, organicé un batallón.
Era ciertamente admirable este valeroso puñado de gente
humilde armada apenas con machetes, pues nadie tenía
dinero como para comprar armas de fuego. Afortunadamente el
general Francisco Villa nos recibió en la División
del Norte; allí se nos dieron caballos y fusiles.
No
hay duda de que por esos años de tiranía luchamos
por una gran causa; el pueblo mexicano gemía bajo las
botas de la dictadura...
En
nombre de la verdad debo decir que mi personalidad como Daniel
Coronado fue ciertamente un fracaso: lo único por lo
cual valió la pena vivir fue por el grupo esotérico
en el Distrito Federal y por mi sacrificio en la revolución...
A
mis compañeros de la rebelión les digo: abandoné
las filas cuando enfermé gravemente. En los postreros
días de esa vida tormentosa, anduve por las calles
del Distrito Federal, descalzo, con las ropas vueltas pedazos,
hambriento, viejo, enfermo y mendigando...
Con
profundo pesar confieso francamente que vine a morir en una
casucha inmunda.
Todavía
recuerdo aquel instante en que el galeno sentado en una silla,
después de haberme examinado, exclama moviendo la cabeza:
"Este caso está perdido". Y luego se retiró.
Lo
que de inmediato continúa es tremendo: siento un frío
espantoso como hielo de muerte. A mis oídos llegan
gritos de desesperación: "¡San Pedro, San
Pablo, ayudadlo!" Así exclama esa mujer a la cual
llamo la "enterradora".
Extrañas
manos esqueléticas me agarran por la cintura y me sacan
fuera del cuerpo físico. Es obvio que el Angel de la
Muerte ha intervenido. Resueltamente corta con su hoz el cordón
de plata y luego me bendice y se aleja.
¡Bendita
Muerte, cuanto tiempo hacía que te aguardaba, al fin
llegasteis en mi auxilio, bastante amarga era mi existencia!
Dichoso
reposé en los mundos superiores después de innúmeras
amarguras: ciertamente el humano dolor de los mortales tiene
también su límite más allá del
cual reina la paz.
Desafortunadamente
no duró mucho aquel reposo entre el seno profundo de
la eternidad: un día cualquiera, muy quedito, vino
a mí uno de los brillantes Señores de la Ley.
Tomó la palabra y dijo:
-Maestro
Samael Aun Weor, ya todo está listo, sígame.
Yo
respondí de inmediato: Sí Venerable Maestro,
está bien, le seguiré. Anduvimos entonces juntos
por diversos lugares y penetramos al fin en una casa señorial,
atravesamos un patio y después pasamos por una sala
y luego entramos en la recámara de la matrona: oímos
que se quejaba, sufría dolores de parto...
Ese
fue el instante místico en que vi con asombro el Cordón
de Plata de mi existencia actual conectado psíquicamente
al infante que estaba por nacer.
Momentos
después aquella criatura inhalaba con avidez el Prana
de la Vida: me sentí atraído hacia el interior
de ese pequeño organismo y luego lloré con todas
las fuerzas de mi Alma...
Vi
a mi alrededor algunas personas que sonreían y confieso
que especialmente me llamó la atención un gigante
que me miraba con cariño; era mi progenitor terrenal.
No
está de más decir con cierto énfasis,
que aquel buen autor de mis días fuera en la época
medieval durante los tiempos de la caballería, un noble
señor al cual hube de vencer en cruentas batallas.
Juró entonces venganza y es claro que la cumplió
en mi presente existencia.
Muy
joven abandoné la casa paterna movido por dolorosas
circunstancias y viajé por todos aquellos lugares do
antes estuviera en pretéritas existencias.
Se
repitieron los mismos dramas, las mismas escenas: Litelantes
apareció nuevamente en mi camino, me reencontré
con mis viejos amigos: quise hablarles, pero no me conocieron;
inútiles fueron mis esfuerzos por hacerles recordar
nuestros tiempos idos.
Sin
embargo, algo nuevo sucedió en mi presente reencarnación:
mi Real Ser Interior hizo esfuerzos desesperados, terribles,
por traerme al camino recto del cual me había desviado
desde hacía mucho tiempo.
Confieso
francamente que disolví el Ego y que me levanté
del lodo de la tierra.
Es
obvio que el Yo está sometido a la Ley de Recurrencia,
cuando el Mí mismo se disuelve adquirimos libertad,
nos independizamos de la citada Ley.
La
práctica me ha enseñado que las diferentes escenas
de las diversas existencias se procesan dentro de la Espiral
Cósmica, repitiéndose siempre ya en espiras
más altas o más bajas.
Todos
los hechos del marqués, incluyendo sus innúmeros
viajes, se repitieron siempre en espiras cada vez más
bajas en las tres reencarnaciones subsiguientes.
Existen
en el mundo personas de repetición automática,
exacta, gentes que renacen siempre en el mismo pueblo y entre
su misma familia.
Es
evidente que tales Egos ya se saben de memoria su papel y
hasta se dan el lujo de profetizar sobre sí mismos:
es claro que la constante repetición no les deja olvidar
sucesos, por ello parecen adivinos.
Dichas
personas suelen asombrar a sus familiares por la exactitud
de sus pronósticos.
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