China dice que sus cinco décadas de
ocupación
han traído al Tíbet socialista
"del retraso al progreso"
Por MARTIN REGG COHN
LHASA - Jóvenes tibetanos vestidos en batas tradicionales
trasladan estatuas de deidades budistas del pasado y banderas
de oración, en el vestíbulo débilmente
iluminado. La falsa decoración monástica quizás
parezca fuera de lugar en la mayoría de los clubes
nocturnos, pero no en Tíbet. Aquí, las corrientes
budistas tienen un gran atractivo.
Muy atrás quedó el tiempo de las oraciones,
es tiempo de espectáculo en el club nocturno nangma
de K. V. - El club nocturno más ardiente y de moda
en Lhasa. Puntualmente, un cantante de cabello largo, con
botas negras y túnica brillante toma el centro del
escenario. Bailarinas modestamente vestidas, con sombreros
de piel de oveja y sencillas faldas rojas, proporcionan las
voces de fondo para una balada pastoral que alaba a su patria.
Estimuladas por la letra de la canción, admiradoras
ondean 'kataks', bufandas blancas ceremoniales tibetanas,
hacia el guapo cantante principal. Detrás del vestíbulo
lleno de humo, fanáticos elevan sus vasos de cerveza
en señal de aprobación.
Hasta hace poco, tales escenas de orgullo cultural eran incomprensibles
en Tíbet, fuertemente controlado por la policía
del estado. Inundada con discotecas y salones de "karaoke"
que proveen comida a multitudes de colonizadores y soldados
chinos, la capital tibetana una vez aislada, se ahogaba en
una marea de mal gusto extranjero y de hipocresía comunista.
Cinco décadas después que el Ejército
de Liberación Popular conquistó la centenaria
civilización budista de Tíbet, los soldados
están manteniendo un bajo perfil, y Lhasa está
regresando lentamente a la vida. La celebración nocturna
de nangma - una forma tradicional de música y baile
- ofrece un vislumbre de cómo la cultura de Tíbet
se está reencarnando a sí misma, después
de rendirse a la muerte. Los jóvenes saben de sus mayores,
que las protestas callejeras sólo los llevarían
a la cárcel o a un depósito de cadáveres.
Así que antes de destruir sus vidas, bailan por las
noches, para vacunarse a sí mismos en contra del espectro
de la asimilación.
Después de todos estos años, hay muy poco que
se pueda hacer. Los servicios de seguridad están por
todas partes y en ningún lugar - "viéndolo
todo" pero fuera de la vista. Cámaras de vigilancia
de circuito cerrado graban los movimientos en las calles de
la ciudad. Espías buscan cintas de audio prohibidas
del exiliado Dalai Lama en los monasterios. Soplones se convierten
en funcionarios públicos que se atreven a orar en público.
La policía viene a tocar las puertas de noche, dejando
cientos de desapariciones inexplicables. Caravanas de camiones
militares serpentean los amarillos campos de cebada, haciendo
a un lado, a su paso, los tractores y carretas tiradas por
asnos.
Sin embargo, los tibetanos aún prueban los límites
de las reglas de Beijing.
En templos muy custodiados, los guías de turismo susurran
palabras sediciosas de apoyo para el Dalai Lama. Los monjes
esconden retratos prohibidos del dios-rey de Tíbet
en sus dormitorios monásticos. Viejos peregrinos giran
las ruedas de oración e ignoran la presencia de la
policía mientras rodean el Palacio de Potala, que alguna
vez albergó a su líder espiritual. La amenaza
actual es dramáticamente diferente de lo que fue, cuando
oficiales y soldados comunistas ingresaron a Tíbet
en 1951. Un cálculo de 200.000 tropas están
todavía desplegadas en las bases militares que rodean
Lhasa, pero sin manifestantes a la vista, se quedan confinados
en sus barracas.
En los primeros años del régimen comunista,
el poder surgía del cañón de un fusil;
últimamente, el disparo del fusil ha sido desplazado
por el alboroto del estallido económico, que reafirma
la dominación China. Con la conquista militar que se
ha consumado, la colonización económica está
transformando la Región Autónoma Tibetana por
siempre. Sin contar el ejército, una nueva fuerza de
trabajadores chinos está fluyendo de la vecina Sichuan.
Emigrantes de la sobrepoblada provincia, trabajan largas horas
por sueldos bajos, en restaurantes o en cuadrillas en el camino,
desplazando a tibetanos jóvenes no especializados,
como fuerza de trabajo.
Olvídense de los tanques. Las excavadoras están
devastando la herencia arquitectónica de Tíbet,
más rápido que cualquier bombardeo aéreo.
Edificios de piedra blanqueada, con coloridos escaparates
de madera, están sucumbiendo bajo la irrupción
de bloques de cemento de edificios de oficinas en serie. Lhasa
tiene la apariencia de cualquier paisaje interior urbano chino,
arruinado por bloques de piedra café y blancas estructuras
de mosaico, con ventanas teñidas de azul. Estridentes
salones de belleza como fachada de burdeles.
La amenaza viene no sólo de la migración china,
sino también de un éxodo de la juventud tibetana
hacia los vecinos Nepal e India. Un funcionario del gobierno
reconoció el año pasado que aproximadamente
la mitad de la población de 240.000 personas en Lhasa,
es china; muchos creen que los extranjeros ahora son la mayoría.
Las implicancias son desoladoras.
El comunismo chino devastó a la sociedad budista tradicional
de manera temprana, pero al menos el mando de hierro de Beijing,
tuvo el efecto de aislar a Tíbet de fuerzas externas
que ahora se están imponiendo en su cultura: a pesar
del silencioso "genocidio cultural" manifestado
por el Dalai Lama, Lhasa sufrió pocos cambios hasta
la década de los 90. Hoy, la amenaza viene del consumismo
más que del comunismo, de la asimilación tanto
como del ateísmo. El Dalai Lama apenas reconocería
a la Lhasa que dejó por el exilio en 1959, ocho años
después que los chinos llegaron. Pero mientras que
el Buda Viviente de la Compasi ón esté lejos,
la juventud de Tíbet debe actuar.
Regresando al tema del club nocturno nangma K. V., la falsa
niebla proviene del hielo seco debajo del escenario, mezclado
con los remolinos del humo de cigarrillo de los clientes.
El espeso aire, pincha los pulmones al igual que el residuo
de lámparas de aceite en un monasterio, pero cualquier
semejanza con un templo budista termina cuando el láser
rojo emite rayos de luz a través de la niebla, y despliega
luz estroboscópica que rebota sobre la iconografía
religiosa. Las raíce s del nangma son pastorales, pero
son una imitación del folklore tibetano, la música
rock china e influencias de la música pop de la vecina
India. El baile que fue una vez realizado para la nobleza
ha sido adoptado por personas comunes. Ahora, los clubes nocturnos
de nangma no son sólo un lugar para ver y ser visto;
son un lugar para ver tibetanos, y ser visto como tibetano.
"Hay mucho que está sucediendo con nangma y uno
lo tiene que decodificar," dice Ron Schwartz, un sociólogo
de la Universidad Memorial en Newfoundland, quien ha estudiado
el notable incremento del nangma. "Surgió como
una reacción a la forma insulsa de las discotecas chinas
que se expandió a Tíbet hace algunos años".
El "disco" está muerto y los salones de "karaoke"
están fuera - debido al resurgimiento cultural de cosecha
propia que se puede ver y oír en los clubes nocturnos
de nangma de la meseta tibetana a 4,000 metros sobre el nivel
del mar. Nangma muestra que los informes acerca de la muerte
de la cultura tibetana son prematuros. Muchos jóvenes
budistas piensan que están reinventando su estilo de
vida aquí, tan seguros como creen en la reencarnación.
Aun con toda su popularidad, los tradicionalistas se preocupan
que la última manía de club nocturno sea meramente
una parodia el folklore tibetano, transformándolo en
una cultura falsa más que protegerlo de la comercialización
china.
En el club nocturno de K. V., las contradicciones rápidamente
llegan a ser visibles. Vivaces chicas vistiendo faldas cortas
y con mucho maquillaje se deslizan entre mesas ofreciendo
cerveza Pabst y Budweiser. Ellas vierten la espumosa infusión
con una sonrisa, buscando las propinas de los más bebedores.
En el escenario, los bailes tradicionales van dando lugar
a música más sensual y a vestuarios más
escasos. "Haz que tu cuerpo se mueva," canta el
núbil coro de cantantes en un inglés con un
fuerte acento, con sus descubiertos ombligos y balanceándose
sugestivamente siguiendo el ritmo. La tradición llega
así de lejos sólo en una noche de viernes. Momentos
más tarde, otro confuso cambio transcultural: una canción
acerca de las virtudes de la lana de oveja cantado a gritos,
con la letra en idioma chino para la audiencia en su mayor
parte tibetana. El cambio del idioma es discordante.
El empresario del Nangma, Tsultirum Gyaltso, de 26 años
de edad, no se disculpa por las concesiones lingüísticas
que mantiene a las autoridades en el lado correcto. El contenido
indígena de Nangma debe adaptarse a las realidades
políticas, mezclandose en unas cuantas canciones simbólicas,
para las clases gobernantes sino-parlantes. Como dueño
del popular club nocturno Lhamo Lhatso en Shigatse, la segunda
ciudad más grande de Tíbet, dice que nangma
está salvando a los tibetanos de la asimilación
a través de la televisión y la música
pop china. "Sin nangma, nuestra cultura se perdería,"
insiste Gyaltso, que impone las tendencias de la moda con
su pesado c ollar y brillantes aretes.
Pero lo que verdaderamente lo ubica aparte de sus clientes
es que él es un abstemio. Los interminables vasos de
cerveza que dejan borrachos a tantos fanáticos de nangma
que se tambalean camino a su casa, o que se ven involucrados
en peleas con cuchillos, no van con él. Gyaltso acepta
que la mayor parte del flujo de caja para los dueños
de nangma viene de las vastas cantidades de alcohol consumido
en los locales.
"Esto es mejor que la discoteca - es nuestra cultura,"
explica Pupu Samjeh, un oficinista que es cliente regular
del escenario nangma. "Este es un lugar donde puedo ser
feliz, y también beber."
Para todos los estereotipos de budistas de suave hablar que
no lastimarían ni a una mosca, la violencia doméstica
y los altercados en la cantina son endémicos. Muchos
creen que tienen una buena razón no sólo para
bailar toda la noche, sino también para beber y alejarse
de sus problemas.
Los tibetanos están todavía pagando el precio,
en bebida y depresión, por siglos de aislamiento teocrático
y mal gobierno feudal culminando con la toma del poder comunista
en 1951. Aunque Occidente idealizó a Tíbet como
un mítico Shangri-La, su infraestructura estaba desgastada,
el nivel de alfabetismo era mínimo y la enfermedad
era desenfrenada. Este era uno de los lugares más pobres
en el planeta. Ahora, cinco décadas después
de la ocupación y billones de dólares de transferencias
financieras que han estimulado la moribunda economía
y mejorado dramáticamente a la salud pública.
Pero el tratamiento traumático agot ó también
a Tíbet de su sangre budista, pasando por alto a las
personas que necesitan más ayuda. La anticuada planificación
central y las nuevas formas de corrupción, tienden
a hacer al rico más rico y al pobre más pobre
- los chinos ganan, mientras los tibetanos sienten el dolor.
Falto de petróleo y minerales preciosos, sin embargo,
esta árida meseta tiene un recurso renovable en abundancia:
su espiritualidad. Más que en cualquier lugar sobre
la tierra, los tibetanos pasan sus días orando en templos,
postrándose y haciendo peregrinaciones. Desde su elevada
y remota posición en el Himalaya, el Tíbet ha
sido desde hace mucho tiempo un faro para los creyentes que
buscan la iluminación.
Ahora, el Budismo se ha convertido en un bien vendible para
las hordas de turistas culturales que buscan el paraíso
perdido. El gobierno ateo de China saca partido de la demanda
y ha acuñado un nuevo y seductor lema publicitario:
"Venga, visite la Tierra Santa." Más de 720.000
turistas chinos visitaron Tíbet el año pasado
- un aumento de casi el treinta por ciento - además
de 130.000 visitantes extranjeros. Con la terminación
de una nueva vía férrea en el 2007, más
de un millón de turistas anuales visitarán la
Región Autónoma Tibetana, que tiene una población
de 2.6 millones.
Pero el comercio de Tíbet permanece como un oscuro
negocio. En la Tienda de Artesanías - Los Ocho Auspicios,
frente al fabuloso templo de Jokhang en el viejo vecindario
de Lhasa, un autobús arroja su carga de turistas chinos
para sus asignados quince minutos de compras antes de la próxima
parada. Los vendedores se mueven a alta velocidad y la guía
de turismo recoge su comisión. El turismo es la industria
local más grande, aun así sólo un poco
del flujo de caja en esta tienda llega a los tibetanos. La
mayor parte de la parafernalia religiosa - desde ruedas de
oración de latón hasta banderas de oración
brillantemente coloreadas con escrituras budistas - es importada
de talleres en el vecino Nepal. El personal de ventas es predominantemente
chino, así como el dueño, los artistas y el
conductor del autobús. Y en un incongruente nuevo giro,
aún los guías para estas visitas a Tíbet,
deben ser chinos. Este año, Beijing impidió
a centenares de guías tibetanos calificados que hablan
inglés de trabajar con agencias de viajes - poniendo
en lista negra a cualquiera que haya visitado alguna vez la
India, donde el Dalai Lama vive en el exilio. El gobierno
introdujo a centenares de guías nuevos de toda China,
muchos de los cuales nunca antes han puesto un pie en Tíbet.
Esta fue la herida más cruel de todas. "Son los
infames comunistas," se queja amargamente un antiguo
guía de turistas. "Ahora, han instalado a su propia
gente para cubrir la línea oficial, a pesar de que
no saben nada sobre nuestra herencia".
La decisión va más allá de la apropiación
cultural o de la discriminación en el trabajo. Es el
ultraje final para un pueblo que ha sido expulsado virtualmente
de cada sector de la actividad económica. Mientras
reparte los grupos de guías de turismo, el gobierno
reclama ansiosamente el crédito de estar restaurando
los lugares culturales. De hecho, Beijing deshace el daño
de una época anterior, cuando fanáticos revolucionarios
del Ejército Rojo profanaron los monumentos budistas.
El gobierno señala orgullosamente el ornamentado del
Palacio de Potala, el edificio de 13 pisos y 1.000 habitaciones
que domina el panorama de Lhasa y permanece como su señal
religiosa más conocida. El palacio está siendo
sometido a un arreglo múltiple de un millón
dólares, para restaurar la que una vez fue la residencia
del Dalai Lama.
Pero con el líder espiritual de Tíbet todavía
en exilio, el palacio es un escaparate desolado para turistas
que deambulan por sus vestíbulos cavernosos, inconscientes
de las escrituras budistas en exhibición. Es una constante
procesión diaria, observada por hombres encorvados
que sirven de vigilantes del palacio.
Atrás en la historia, muchos de estos hombres son viejos
monjes que prefieren olvidar lo que han visto. Uno de ellos
-le llamaremos Dorji - describe el ultraje de observar a visitantes
chinos que deambulan por el palacio, donde Su Santidad alguna
vez ofreció bendiciones a creyentes budistas.
"Estamos perdiendo nuestra cultura lentamente, lentamente,"
Dorji dice cuidadosamente, verificando con la vista para asegurarse
que ninguno de los espías de la Oficina Pública
de Seguridad estén dentro y puedan escuchar.
Él está acostumbrado a sus artimañas.
Las posesiones del Dalai Lama están en exhibición
en su antiguo palacio, pero su imagen está prohibida
- forzando a Dorji a jugar al gato y el ratón, manteniendo
escondida su brillante foto del dios-rey. "Él
está lejos del palacio, pero está todavía
en nuestros corazones," susurra Dorji antes de terminar
la conversación, al aproximarse un grupo de visitantes.
Los turistas caminan hacia la sala de recepciones del Palacio
Rojo, un lugar santificado, una vez reservado para los budistas
devotos que hacían ofrendas. Ahora, el letrero lo describe
como "un lugar ideal para que usted tenga un descanso
así como hacer algunas compras", y admirar la
caligrafía del ex presidente chino Jiang Zemin.
El Potala es también una parada popular de turismo
para las tropas de Ejército de Liberación Popular,
quienes posan para fotografías de grupo en el techo
del palacio. Desde este famoso mirador, los soldados pueden
percibir otra vista impresionante que hay abajo: un viejo
jet de combate incongruentemente estacionado en la cuadra
principal del Potala, un claro recordatorio del poder del
ejército de Beijing. Es allí en donde los manifestantes
que se enfrentaron con la policía fueron abatidos al
final de la década del ochenta. Hoy, sólo unos
pocos bronceados peregrinos miran interrogativamente el jet
Mig, antes de reasumir sus postraciones en el viejo palacio
del Dalai Lama. Un puesto de policía cercano vigila
al avión, a los peregrinos y a las ruedas de oración.
Los visitantes chinos que buscan cualquier reiteración
de su protectorado sólo tienen que visitar el nuevo
Museo de Tíbet, un brillante testamento al progreso
socialista de US$ 16 millones. Las vitrinas de exhibición
de vidrio incluyen una copia del acuerdo de 17 puntos firmado
en 1951 acordando "la liberación pacífica
de Tíbet." El tono conservador es triunfalista,
la historia tendenciosa: el Budismo fue meramente una fase
histórica en el camino a "logros más brillantes
bajo el sistema socialista".
El museo se muestra como una bodega de la cultura budista,
y en uno de sus folletos se jacta que los comunistas "eliminaron
las supersticiones, recolectaron y esparcieron más
fertilizantes, y se deshicieron de insectos y animales".
También se deshicieron de personas que se interpusieron
en el camino. Un poco antes que los tanques fueran enviados
en contra de los estudiantes de Beijing en la Masacre de Tiananmen
de 1989, Lhasa experimentó su propia conmoción
cuando monjes y monjas hicieron protestas no violentas.
"La policía vino a la plaza con fusiles y empezó
a dispararle a todos," recuerda el testigo ocular Ron
Schwartz, sociólogo de la Universidad Memorial. "Las
multitudes respondieron tirando piedras y rompiendo ventanas".
Como los disturbios se convirtieron en una complicación
política, el poco conocido jefe del partido comunista
de Tíbet, puso fin a los disturbios declarando la ley
marcial. Su nombre era Hu Jintao, actual Presidente de China.
Muchos en Occidente encuentran al afable y educado miembro
del aparato comunista inescrutable, pero Hu es bien recordado
en Tíbet como un ejecutor sin temor. Centenares de
tibetanos fueron asesinados en los enfrentamientos, mientras
Hu encontró una vía rápida al liderazgo
del partido. Hay pocas señales de que él haya
cambiado su forma de pensar. Al visitar Lhasa en 2001 para
el 50º aniversario de "la liberación pacífica,"
él afirmó que Tíbet había cambiado
"de la oscuridad a la luz, del retraso al progreso".
Como consecuencia de la ofensiva de Hu, los protestantes encubiertos
se fueron al exilio o simplemente se dieron por vencidos.
"Las cosas han cambiado mucho desde entonces", dice
Schwartz, que escribió un libro sobre las protestas
y permanece como un visitante regular de Tíbet. "Ha
habido un tipo de cambio generacional y ya no hay ese tipo
de protestas en la calle". Aquellos que persisten pagan
un alto precio. No hay escuadrones públicos, sino más
bien juicios secretos y muertes inexplicables en confinamiento.
"Sobre los tibetanos detenidos, poco se sabe sobre los
cargos en su contra, dónde están detenidos,
la duración de sus sentencias, las condiciones de su
confinamiento o salud", informó este año
Human Rights Watch.
Algunos monjes son encarcelados, pero muchos más son
simplemente eliminados. Para sobrevivir en un monasterio,
un monje debe denunciar al Dalai Lama y someterse a campañas
de rehabilitación, sesiones de estudio patriótico
y a investigaciones en la Administración del Comité
Democrático controlada por el gobierno.
Tal represión y regulación han fallado en aplastar
al sentimiento budista, pero un arma aún más
insidiosa - el idioma chino - está demostrando ser
más eficiente. Según se observa el constante
descenso de la cultura tibetana, las palabras pueden matar.
Con mayor frecuencia, los negocios de los tibetanos se hacen
en chino, y su lengua materna es escasamente enseñada
en las escuelas y universidades de la región. Lo que
empezó como una obvia ingeniería social para
asimilar a los tibetanos, se ha convertido en un factor económico
de la vida. Las oportunidades del trabajo son para aquellos
que han dominado el idioma chino, mientras que los tibetanos
monolingües son consignados a ghettos con bajos sueldos
o al desempleo.
"Sin chino, sin trabajo," se queja Tsering, un joven
trabajador de turismo que ha visto a emigrantes beneficiándose
de este auge. "Para poder trabajar en una oficina de
correos, en un banco o en una tienda de departamentos, usted
tiene que hablar chino".
Los emigrantes chinos demandan ser atendidos en las tiendas
en su propio idioma. Conductores de taxi que se han establecido
aquí, nunca se toman la molestia de dominar el idioma
local, forzando a los locales a hacerse entender en chino.
Poco a poco los tibetanos llegan a ser extranjeros en su propia
tierra.
Zhon Shao Gong espera pacientemente en la ribera del río
por el transbordador que lo llevará al Monasterio de
Samye, a 150 kilómetros al este de Lhasa. Él
no es un peregrino tibetano, sino un mochilero chino, un alma
peripatética buscando la espiritualidad budista.
Zhon de 27 años de edad, desafía al estereotipo
local de visitantes tales como los soldados chinos que se
pavonean, o como los arrogantes turistas que tratan a Tíbet
como a un gigantesco parque de atracciones. Delgado y de suave
hablar, él dejó su trabajo de tele-ventas en
la ciudad meridional de Shenzhen para escapar de la febril
competencia urbana de hoy en día, embarcándose
en un viaje personal de tres meses en la meseta tibetana.
Compartimos un paseo de una hora en un destartalado transbordador
al monasterio, enfrentando el frío viento, agarrando
nuestros sombreros e intercambiando impresiones sobre Tíbet.
Deleitándose en su atmósfera prístina
y pastoral, llena de religión y de compasión.
"Este es mi sueño," dice él, aspirando
el aire no contaminado al mismo tiempo que el largo casco
de nuestro bote choca contra las olas.
Él escuchó de su madre acerca de Tíbet,
quien tenía inclinaciones budistas, y de un soldado
que sirvió aquí en el ejército chino.
El soldado no habló bien de éste, pero eso no
disuadió a Zhon. "A él no le gustaba aquí,
no le importaba la gente - pensaba que era el fin de la Tierra
-, pero yo estoy interesado en el Budismo", dijo Zhon
susurrando. "He estudiado libros sobre Tíbet y
pienso que es mi parte favorita de China".
Estamos solos en el frente del transbordador, así que
yo no puedo dejar de preguntarle acerca de lo que él
acaba de decir: si piensa realmente que Tíbet pertenece
a la madre patria. ¿Sabe él que la mayor parte
de los budistas tibetanos de quienes él parece tan
enamorado quiere que los chinos se vayan?
Él se queda totalmente perplejo y falto de palabras.
"Esa es una pregunta política", dice cuidadosamente.
" No tengo una opinión acerca de eso".
Reasumimos el accidentado viaje terrestre. Hay puntos de inspección
policial por el camino y un Puesto Público de la Oficina
de Seguridad, con una bandera roja ondeante, construido en
el perímetro para vigilar a los monjes. Por fin llegamos
a Samye, el primer monasterio construido en Tíbet.
Los extranjeros deben registrarse con la policía y
mostrar su permiso especial del gobierno. Como ciudadano chino,
Zhon está exento de tales exigencias burocráticas.
Él se va con sus amigos chinos a una excursión
a pie hacia las montañas para gozar del aire fresco
de Tíbet , dejando atrás las delicadas preguntas
políticas que perturban a los monjes. Nunca volvemos
a hablar.
Al amanecer, el monasterio amurallado se cubre con las nieblas
de la mañana. El recinto forma como un mandala, un
símbolo religioso que representa el universo budista.
Aún sin el revestimiento cósmico, el visitante
no tiene duda alguna que ha entrado a otro mundo.
Sin lavabos automáticos y sólo con una bomba
manual para el agua, las abluciones de la mañana son
un asunto sencillo. Después de una hora de leer escrituras,
los monjes jóvenes de ojos soñolientos, sus
cabezas recién afeitadas, arrastran sus batas color
vino tinto hacia el "utse", un colorido templo de
seis pisos de madera y piedra con paredes de un metro de grosor.
En 1959, más de 110.000 monjes habitaban unos 6.000
monasterios y templos tibetanos. Hoy, cerca de 1.400 monasterios
sobreviven según el conteo oficial, con 46.000 monjes
y monjas residentes.
El descenso histórico es visible. Privado de su anterior
población de estudiantes, la mayoría de los
sitios religiosos parecen tristes y desolados, después
que el último autobús de turistas del día
se ha retirado.
"Preservar nuestra cultura budista es la cosa más
importante," susurra Sonam, un monje de 23 años
de edad que tomó sus votos hace seis años, después
de haber sido vetado por funcionarios de la administración
municipal. "Me convertí en un monje para estudiar
el conocimiento acerca de la vida, y para aprender acerca
de nuestras vidas futuras."
Es tiempo para que los monjes jóvenes tomen sus lugares
en los duros bancos de madera, forrados con un sucio fieltro
rojo, y prepararse para la meditación. Alrededor de
ellos hay rollos pintados de thangkas ennegrecidos por el
humo de las velas y montones de escrituras amarillentas envueltas
en seda.
El monje principal, cuyo alto rango está marcado por
la anchas hombreras debajo de su capa color granate, dirige
una procesión hacia su elevado pedestal. Los monjes
cantan sutras - textos sagrados budistas - en un bajo tono
nasal por las próximas cuatro horas, los rítmicos
cantos marcados por el delicado sonido de címbalos
cada pocos minutos. Gordas ratas se escurren bajo sus pies.
Los insectos se ven débilmente iluminados por las velas
de mantequilla y el parpadeo de una bombilla fluorescente,
pero están salvaguardados por el mandato budista en
contra de matar criaturas.
El canto cae a un tono bajo, tal y como un plato giratorio
que pierde su poder, hasta que el silencio llena la capilla.
Animadas, las ratas celebran un banquete entre los trozos
de harina de cebada, mientras los monjes meditan sobre los
seis reinos de la existencia - los animales, los humanos,
los espíritus hambrientos, los semidioses, los seres
celestiales y aquellos consignados al infierno.
Suenan las trompetas y por fin llega la hora de comer para
los monjes. Ellos escarban con sus dedos los platos de tsampa
(harina de cebada asada) y absorben ruidosamente tazas de
un fuerte té, hecho con mantequilla salada de yac para
resguardarlos del frío de la mañana. El alimento
exhala un aroma acre que se mezcla con el fragante incienso
que trae el aire a través del vestíbulo. Un
peregrino interrumpe la comida para presentar una ofrenda
para recibir las bendiciones del monje principal: un apretado
rollo de billetes chinos que soportan el retrato del moderno
fundador de China - y conquistador de Tíbet - Ma o
Zedong. Quizás parezca sacrílego, pero los monjes
necesitan el dinero.
Tashe Wangdu tiene sólo 30 años de edad - joven
para ser un monje principal en un monasterio histórico.
Pero con 13 años de servicio dedicado y ninguna mancha
en su registro, él pareció ser para las autoridades
comunistas locales un candidato digno. Wangdu supervisa las
meditaciones de la mañana e imparte disciplina a jóvenes
monjes rebeldes. El orden impuesto dentro de las paredes del
monasterio palidece al lado del desafío de coexistir
con los funcionarios chinos más allá de sus
precintos.
Bebiendo soda anaranjada, servida en delicadas tazas de té
en su pequeño dormitorio, Wangdu explica que él
tiene sólo 136 monjes - un poco más del límite
de 112 aprobado por el gobierno, pero todavía bastante
inferior al nivel anterior de varios cientos. Wangdu quiere
a cada monje que pueda tener. Y para esto necesita la cooperación
del Comité de Administración Democrática
de Orwellian, establecido por funcionarios locales enlazado
con la Oficina de Seguridad Pública.
"No tenemos suficientes monjes para cubrir nuestras necesidades
espirituales, ni para mantener el templo", dice parpadeando
nerviosamente.
Los monjes están reconstruyendo las estructuras profanadas
por los Guardias Rojos, que apuntaron en contra de cualquier
huella histórica budista en el monasterio. Los monjes
jóvenes son rápidos para colocar ladrillos y
morteros nuevos, pero preservar antiguos ritos y rituales
es más difícil.
"Los monjes más viejos tienen experiencia de nuestras
tradiciones antes de la Revolución Cultural, pero la
mayor parte de ellos se ha ido y es muy difícil reemplazarlos",
se lamenta Wangdu. Él no ahonda en detalles, pero la
razón por la cual los monjes son difíciles de
reemplazar, es porque muchos de ellos han sido expulsados
de los monasterios. Muchos han sido forzados en contra de
su voluntad, a firmar denuncias públicas contra el
Dalai Lama en sesiones de investigación política,
o han sido encarcelados por negarse a denunciar a sus colegas.
Los monjes mayores que se quedaron, han pagado un alto precio
según me enteré por Lobsang - un monje que está
demasiado ansioso de dar su verdadero nombre, y demasiado
viejo para detener su lengua. Él se contuerce incontrolablemente
al momento que hablamos a la sombra de un templo raramente
visitado en el recinto de Samye.
"Ésta es una gran vocación", dice.
"¿Pero quién instruirá a la próxima
generación? La mayor parte de los altos lamas han partido.
Yo sólo deseo que ellos regresen para dar lo mejor
de las enseñanzas budistas".
Le pregunto en un susurro, si él espera también
el regreso de Dalai Lama.
"Ah, sí, por supuesto," responde, parpadeando
rápidamente.
¿Lo considera usted un Buda viviente?
"Ah, sí, él es todo. Y cualquiera que no
lo considere como el Buda de la Compasión, no puede
ser un verdadero budista".
El viejo monje es como un hombre poseído -tanto por
el temor como por la lealtad. Este día, comandantes
de ejército han venido a inspeccionar el monasterio,
y él guarda silencio.
La mayoría de los monjes que escaparon protegiendo
sus vidas, no están en la posición de arriesgarse
a regresar.
Lochoe, de 34 años de edad, fue encarcelado por seis
meses a causa de sus acciones "subversivas" en un
monasterio en la región oriental de Kham. Cuando funcionarios
locales ordenaron a los monjes denunciar al Dalai Lama, él
se negó.
"Cada monje tiene por lo menos una foto de Su Santidad
en su cuarto, pero cuando los funcionarios vienen tenemos
que esconderla," dice Lochoe. Él manipula nerviosamente
sus cuentas de oración, a la vez que recuerda los golpes
de sus interrogadores. Los lentes demasiado grandes de Lochoe,
acentúan su mirada demacrada. Sin embargo, él
no culpa a los encargados de la prisión por su maltrato.
Él culpa a sus compañeros monjes que lo denunciaron.
"Hay algunos monjes en los cuales usted no puede confiar",
dice. "Es muy obvio, porque siempre que hay actividades
religiosas en el monasterio, los funcionarios chinos saben
lo que ha estado pasando".
Lochoe me cuenta su historia durante una entrevista en Dharamsala,
India, donde buscó refugio hace sólo algunos
meses. Si él estuviera todavía del otro lado
de la frontera en Tíbet, una conversación tan
sincera sería imposible.
Verdaderamente, la auto-censura se hace prontamente evidente,
en mi último día en el monasterio más
antiguo de Tíbet.
Hacia la puesta del sol, oigo un fuerte tumulto que procede
de uno de los dormitorios. En el patio, docenas de monjes
de rostros frescos - aún no marcadas por golpes en
prisión - debaten intensamente la doctrina budista.
Los monjes gesticulan desenfrenadamente y golpean sus manos.
Gritan amenazando, atormentando a sus interlocutores a fuerza
de la lógica y de la fe. Cuándo finalmente caen
en silencio, agotados, los monjes explican la importancia
del diálogo en la teología budista.
"El debate es esencial para buscar la verdad", dice
un monje con gran pasión. "Debemos debatir cada
tema, si queremos alcanzar una comprensión superior".
Tomándoles la palabra, pregunto por la naturaleza del
debate y la búsqueda de la verdad: ¿Qué
temas están en la zona prohibida, qué tabúes
no pueden ser traspasados en Tíbet?
Los monjes sentados de piernas cruzadas a mi alrededor esperan
pacientemente por la traducción a mi pregunta, luego
saltan con sus respuestas. Ellos hablan alegremente sin parar,
alejados de los aparentemente ilimitados temas bajo discusión:
la compasión de Buda, la naturaleza de la reencarnación,
los misterios de la astronomía, la batalla entre el
bien y el mal.
Pero ellos no han contestado mi pregunta. ¿Qué
es lo que no pueden discutir? ¿Qué tal acerca
del Dalai Lama?
Un silencio monástico cae sobre la multitud. Nadie
quiere ser el primero en hablar, pero por fin un monje más
viejo encuentra una manera de explicar lo inexplicable.
"No, no. Nosotros no debatimos esto, porque ya hemos
estudiado la política china. No hay necesidad de debatir
este asunto".
Nuestra pequeña plática ha terminado. Los jóvenes
monjes no tienen nada más que decir sobre el asunto.
El silencio desciende en el monasterio. El sol se pone y el
patio pronto se cubrirá de oscuridad.
De día o de noche, no hay debate sobre el Dalai Lama,
o sobre el futuro de Tíbet, dentro de sus paredes.
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