Flanqueado
de murallas intelectivas, hastiado de tantas teorías
tan complicadas y difíciles, resolví viajar
hacia las costas tropicales del mar Caribe.
Allá
lejos, sentado como un eremita de los tiempos idos, bajo la
sombra taciturna de un árbol solitario, resolví
darle sepultura a todo ese séquito difícil del
vano racionalismo.
Con
mente en blanco, partiendo del cero radical, sumido en meditación
profunda, busqué dentro de mí mismo al Maestro
Secreto.
Sin
ambages confieso y con entera sinceridad, que yo tomé
muy en serio aquella frase del testamento de la sabiduría
antigua que a la letra dice:
"Antes
de que la falsa aurora amaneciera sobre la Tierra, aquellos
que sobrevivieron al huracán y a la tormenta, alabaron
al Intimo, y a ellos se les aparecieron los heraldos de la
aurora".
Obviamente
buscaba al Intimo, le adoraba entre el secreto de la meditación,
le rendía culto.
Sabía
que dentro de mí mismo, en las ignotas reconditeces
de mi alma le hallaría, y los resultados no se hicieron
esperar mucho tiempo.
Más
tarde, en el tiempo, hube de alejarme de la arenosa playa
para refugiarme en otras tierras y en otros lugares.
Empero,
doquiera que fuese, continuaba con mis prácticas de
meditación; acostado en mi lecho o en el duro piso,
me colocaba en la forma de estrella flamígera -piernas
y brazos abiertos a derecha e izquierda- con el cuerpo completamente
relajado.
Cerraba
mis ojos para que nada del mundo pudiese distraerme; después
me embriagaba con el vino de la meditación en la copa
de la perfecta concentración.
Incuestionablemente,
conforme intensificaba mis prácticas, sentía
que realmente me acercaba al Intimo.
Las
vanidades del mundo no me interesaban; bien sabía que
todas las cosas de este valle de lágrimas son perecederas.
El
Intimo y sus respuestas instantáneas y secretas era
lo único que realmente me interesaba.
Existen
festivales cósmicos extraordinarios que jamás
pueden ser olvidados; esto lo saben muy bien los divinos y
los humanos.
En
momentos en que escribo estas líneas viene a mi memoria
el grato amanecer de un venturoso día.
Desde
el jardín interior de mi morada, fuera del cuerpo planetario,
hincado humildemente, clamando con gran voz, llamé
al Intimo.
El
bendito traspasó el umbral de mi mansión; yo
le vi venir hacia mí con paso triunfal.
Vestido
con céfiro precioso y blanca túnica inefable,
vino a mí el adorable; le contemplé dichoso.
En
su cabeza celestial lucía espléndida la corona
de los Hierofantes; todo su cuerpo estaba hecho de naturaleza
de felicidad.
En
su diestra resplandecían preciosas todas esas gemas
valiosas de las cuales habla el Apocalipsis de San Juan.
Empuñaba
el Señor con gran firmeza la Vara de Mercurio, el cetro
de los reyes, el bastón de los Patriarcas.
Tomándome
en sus brazos cantó el venerable con voz de paraíso
diciendo cosas que a los seres terrenales no les es dable
comprender.
El
Señor de Perfecciones me llevó entonces al planeta
Venus, muy lejos de las amarguras de este mundo.
Así
fue como me acerqué al Intimo por el camino secreto
de la meditación interior profunda ....
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